sábado, 12 de marzo de 2011

LA PUERTA AL CIRCULO INTIMO DE JESÚS

Amados hermanos y hermanas, siguiendo con la mision que el Señor nos ha dado, la de compartir todo auqello que El nos enseña sea a traves de la biblia, de vivencias o de enseñanzas compartidas por hermanos y hermanas de diferentes partes del mundo, es que publicaremos una serie de estudios, devocionales y articulos que nos seran de mucha ayuda en nuestro caminar con Jesús, en nuestra devocion y en nuestro proceso de maduracion.
Sabiendo que será provechoso para todos, con mucho amor lo hacemos.




La puerta al círculo íntimo de Jesús
por Sara Wittig

Hasta el día de hoy, me intriga cierto concepto que leí años atrás en el libro Disfrutando de la intimidad con Dios, del conocido autor Oswald Sanders. El describe varios círculos de intimidad creciente entre los discípulos y Jesús: de entre los muchos seguidores, Jesús eligió a setenta para anunciar su reino; después de orar una noche entera, escogió a los doce; de los doce, tres conformaban el círculo íntimo que tuvo el privilegio de presenciar ciertos eventos como la transfiguración de Jesús; de estos tres, sólo Juan llegó a ser llamado «el discípulo a quien Jesús amaba.»
Tan cerca de Jesús como queramos estar
Sanders hace un planteamiento fascinante al preguntar si tal vez cualquiera de los discípulos hubiera podido haber estado entre los tres más cercanos, y si cualquiera de ellos hubiera podido haber llegado a ocupar el lugar íntimo que tuvo Juan «reclinado en el pecho de Jesús.» Él señala que con Jesús no hay capricho ni favoritismo, y concluye que la relación de cada uno con el Señor fue el resultado de su propia elección, consciente o inconsciente. El lugar de Juan estuvo disponible para todos. Comenta que fue el amor lo que atrajo a Juan a una intimidad con Jesús que era más profunda que el acercamiento que experimentaban los otros discípulos. A pesar del amor intenso que Jesús les tenía a todos los discípulos, sólo Juan se llegó a apropiar del título de «el discípulo a quien Jesús amaba.» Si Jesús amaba más a Juan, fue sólo porque Juan lo amaba más a él.
Sanders concluye que la entrada al círculo íntimo de Jesús es el resultado de un deseo fuerte y sólo las personas que consideran esa intimidad un tesoro digno de cualquier sacrificio lograrán experimentarla. El lugar en el pecho de Jesús está disponible para cualquier persona que quiera pagar el precio. Siempre estaremos tan cerca de Jesús como realmente queramos estar.
Dios se esconde
Dios ha contemplado nuestra necesidad de saber si lo deseamos o no. ¿Alguna vez se ha preguntado porqué el reino de Dios es invisible? ¿Por qué es que no podemos verlo a él? ¿Por qué sus movimientos no son obvios? La respuesta tiene que ver en parte con los propósitos de Dios de hacer evidente cuánto lo queremos. Jeremías 29.13 lo expresa así: «Me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo corazón.» Por supuesto, Dios siempre se anticipa; cualquier iniciativa hacia él es sólo una respuesta. La presencia de él se hace evidente en nuestro entorno, pero para verlo necesitamos , como dijo Jesús, «ojos para ver, oídos para escuchar» o sea, la apertura espiritual alimentada por un fuerte deseo hacia él. Dios desea ser querido antes de manifestarse. Y comprobamos el deseo que tenemos de él con nuestra perseverancia en buscarlo aunque no lo veamos. Dios no se apura en revelarse, porque quiere ver si persistimos en la búsqueda aún cuando no responde en el tiempo que deseamos: al instante. Él no se acomoda a nuestra apretada agenda, ni se entremete en nuestros proyectos preferidos. Él espera a que le abramos espacio en nuestra vida y que aprendamos a esperar todo lo necesario para que se haga presente.
Una relación espiritual
Jesús describe a su Padre como quien «está en secreto» cuando se refiere a la realidad espiritual e invisible de Dios.Dice que Dios «ve lo que se hace en secreto» o sea, en ese lugar donde nosotros nos encontramos con Dios y donde hacemos nuestras transacciones espirituales. La experiencia de conectarnos con Dios desde ese centro vital e interior de nuestro ser es algo que todos conocemos. Es el contacto de espíritu a Espíritu en el lugar secreto.
Como Dios, nosotros también somos seres espirituales, y es con esa capacidad que nos relacionamos con él. Jesús explica que es así como Dios nos busca. «Los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoran. Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad.» (Jn 4.23,24)
Nuestra capacidad de elegir
Central en nuestra esencia como seres espirituales creados a la imagen de Dios está la capacidad de elegir. Somos seres con autodeterminación, con libre albedrío, autónomos. Dios nos dio esa capacidad, y él se arriesga a ser rechazado por nosotros con tal de que seamos personas que elijan. Poder elegirlo también implica poder no elegirlo. La naturaleza oculta de Dios nos da la posibilidad de ignorarlo durante toda nuestra vida, o de buscarlo con intensidad y pasión. Nosotros elegimos qué amamos, a qué nos damos, para qué vivimos. Posiblemente, esto sea la única contribución totalmente nuestra a esta vida y a la eternidad. Esa capacidad de determinar el curso de nuestra vida es la misma facultad a la que la Biblia llama nuestro «corazón,» y Proverbios 4.23 nos amonesta a cuidar el corazón «por sobre todas las cosas, porque de él mana la vida.» Nadie decide por nosotros. Nosotros somos los responsables.
Nuestro esfuerzo ¿será importante?
Quizás cabe aclarar que enfatizar el papel decisivo que tienen nuestras elecciones no es restarle lugar a la gracia de Dios. Lo que Dios da es gratuito, pero tenemos que recibirlo, tenemos que desearlo, tenemos que buscarlo. Dios no le impone sus dones a un recipiente pasivo. Debemos esforzarnos en el contexto de la gracia. El error está en pensar que podemos ganar o merecer algo por nuestro esfuerzo. El esfuerzo es sólo la llave que abre el tesoro que ya nos ha sido dado gratuitamente. Sin empeño, sin poner nuestro mejor esfuerzo en lo que más importa, sin elegirlo a él por sobre todas las cosas, no creceremos en madurez ni en el conocimiento de Dios. A esto se refiere el mandamiento de Deuteronomio 6.5: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas.»
Si la condición de mi relación con Dios es la medida de mi deseo de él, ¿cuán cerca estoy del lugar ocupado por Juan, el discípulo a quien Jesús amaba? Para contestar esta penetrante pregunta, no tenemos que aparentar espiritualidad ni hundirnos en la culpa; necesitamos de la verdad. Al tener en claro dónde realmente nos encontramos en cuanto a nuestro deseo de Dios, estamos ajustándonos a las condiciones necesarias para adorar en espíritu y en verdad. Necesitamos la verdad respecto a nosotros y la verdad respecto a Dios.
Profundizar nuestra intimidad con Dios
Crecer en intimidad con Dios es aprender a conocerlo tal como es. También es experimentarlo de verdad en la vida diaria. En Juan 17.3, Jesús describe esa experiencia de Dios y le da nombre: vida eterna. «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado.» Jesús está diciendo que conocer a Dios significa un conocimiento relacional, no conceptual. Intimar con Dios es como intimar con cualquier persona, es confiar y arriesgar, es comprender que cada intercambio y compartir es el camino mismo para llegar a conocernos. Cada interacción profundiza nuestra experiencia mutua. Construimos una historia con Dios al encontrarnos con él en su Palabra, al emprender juntos proyectos que no podemos hacer solos, al conversar continuamente sobre asuntos de interés mutuo.
Poco a poco, Dios va tomando una forma palpable y reconocible cuando se revela en respuesta al lugar creciente que ocupa en nuestra atención. Esas interacciones en el lugar secreto conforman nuestra historia mutua, y esa historia se vuelve cada vez más específica y más preciosa. Es algo que nadie nos puede quitar, porque es algo vivido. Es así como llegamos a tener «la certeza de lo que no se ve.« (He 11:1) Sólo así, la confianza en Dios es una posibilidad, porque cuando pienso en Dios y me dirijo a él, encuentro algo substancial, algo conocido. Es psicológicamente imposible confiar en algo vago o indefinido; mis intentos de confiar en Dios fracasan si no pueden encontrar algo más concreto que la niebla borrosa o el vacío que representan a Dios en la mente de quien no lleva una historia con él. Confío en quien conozco.
La intimidad nos transforma
De esta manera la intimidad con Jesús llega a ser transformadora. Por ejemplo, no es que trato de tener fe, sino simplemente que me nace confiar en esa persona que he conocido en tantas experiencias extremas y cotidianas. Y sé cómo es él. Conozco en carne propia su fidelidad y su manera de actuar. Sería imposible no tenerle confianza. Así ocurre el cambio de adentro hacia afuera. Ya no es el esfuerzo de manejar nuestra conducta, de dominar este pecado o aquel temor. Los temores se desvanecen en presencia de la confianza. Los pecados dejan de llamar la atención frente una creciente visión
distinta de mi vida con Dios.
Otra razón por la cual la intimidad con Jesús es transformadora es que empezamos a captar su visión de la vida en el reino de su Padre. Jesús sabía la verdad respecto a Dios, y vivía según esa realidad. Vino a demostrar con sus acciones, actitudes y palabras cómo es la vida si uno puede ver a Dios y conocerlo tal como es. Con base en eso, nos hizo ciertas recomendaciones: No teman, no se preocupen, tengan paz. Por eso pudo dormir en la tormenta, mantenerse ecuánime frente a la feroz oposición, y fin
almente entregar su propia vida en perfecta confianza. Esto no quita que las tentaciones fueran arduas, que haya llorado con profunda congoja por el quebranto humano, o que haya sentido en carne propia el pesar y las angustias de la condición humana. Pero, es justamente en estas aflicciones que él quiso mostrar que es posible transformar la condición humana por una correcta visión de lo divino. El podía ver más allá del velo y eso lo cambia todo. El sabía que su Padre es el Dios sin límites en grandeza, soberano entre todos los poderes existentes. Sabía que en él no hay nada malo, que todas sus acciones nacen de su inagotable amor y bondad. Sabía que su Padre está siempre presente y accesible al instante. El sabía que estaba perfectamente seguro en el cuidado de su Padre, en ese instante y para siempre.
La intimidad fortalece nuestra confianza
La vida es otra cuando vemos a Dios así. Empaparnos de su realidad nos permite declarar que «el Señor es mi pastor, nada me falta» cuando traspasamos los valles más oscuros de nuestra vida. Nos permite disfrutar de plenitud rodeado de enemigos; tener todo lo que necesitamos y más, una copa rebosante, a pesar de nuestras circunstancias. Nos permite estar en el avión que se derriba, el edificio que se desploma, en el sitio de dolor y muerte, y gritar desde el corazón como Nahúm frente a la inminente destrucción de su pueblo: «Bueno es el Señor, es refugio en el día de la angustia, y protector de los que en él confían.» (Nah 1.7) Nos permite decir con Pablo, «¿quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?» (Ro 8.35) Nada nos apartará del amor de Dios.
La intimidad involucra todo nuestro ser
Crecer en intimidad con Dios, en conocimiento relacional, es algo que hacemos con todo nuestro ser: con la voluntad, con la mente, con las emociones. Nuestra tendencia es catalogar estas experiencias solamente en el campo de las emociones, y sin duda ellas se involucran, pero más bien como consecuencia. Nuestro afecto está relacionado con lo que valorizamos y en definitiva nuestro aprecio de Dios aumenta en cada encuentro con él. Pero la búsqueda de Dios comienza con esa capacidad de elegir, o sea, en nuestra voluntad. Empieza allí, y se mantiene allí día a día al enfrentarnos con lo que compite por nuestro tiempo, atención, y amor a Dios.
La mente también es un componente crucial en la búsqueda de Dios. Me refiero al ámbito de nuestras ideas, nuestra manera de ver las cosas, nuestra actitud frente a la vida. Nuestro deseo de Dios nos impulsa a entenderlo, a poner sus pensamientos en nuestra mente, a cambiar nuestra manera de pensar por la suya. Estas acciones nacen en nuestra decisión de buscarlo y conocerlo tal como es. Yo decido con qué llenar mi mente. Elijo en qué me concentro, en qué enfoco mi atención, en qué pienso. No tomar la iniciativa en cuanto a estas cosas también es elegir. Un ejercicio tan simple como memorizar el Salmo 23 o el Padre Nuestro para recitar y meditar en él todas las mañanas tendría un gran impacto en la transformación de mi visión de la vida. Puedo decidir invertir tiempo significativo en los Evangelios paracompenetrarme con la visión de Jesús. Puedo compilar un diario de misinteracciones con Dios, y repasarlo frecuentemente para fortalecer mi confianza. Puedo anotar todos los versículos y pasajes que me ayudan a entender cómo es Dios. Puedo leer libros que ensanchen mis ideas de Dios.
Utilizo la mente para tener acceso a la realidad de Dios.
Acomodar mis asuntos
Todos estos son puntos de partida, pero recordemos que adentrarnos en el corazón de Dios siempre significa un cambio en el status quo de nuestra vida. Será necesario dejar de hacer algunas cosas, y empezar a hacer otras. Se dice que la moneda de nuestra vida es el tiempo; lo gastamos en lo que amamos. No importa por cuantos años hayamos caminado con Dios, ni cuanto lo hayamos servido, mientras que el fuerte deseo de Dios nos lleve siempre más cerca de Jesús, estaremos en un proceso continuo de cernir y seleccionar entre las cosas que se presentan en nuestra vida en evidencia de lo que amamos. Conocer más a Dios es reconocer que el lugar en el pecho de Jesús está disponible para cualquier persona que acomoda y vuelve a acomodar sus asuntos para estar allí.
Nacimos para amar a Dios
La experiencia relacional con Dios es aprender cómo es él, y cómo es con uno; es recibir entendimiento de él en las incógnitas de la vida; es captar el sentido de un pasaje de la Biblia después de mucha reflexión, gracias a su participación; es lanzarnos con él a hacer lo que está más allá de nuestra capacidad, lo que no tiene sentido sin que él se haga presente, y verle impartir su vida y su colaboración, haciendo que nuestro trabajo logre un impacto divino; es estar con Dios sin agenda; estar con él en silencio, con tiempo; es derrocharle mi tiempo; es compartir con él los últimos pensamientos antes de dormir, y los primeros de la mañana, y despertarse consciente de su presencia cuando uno se da vuelta en la cama durante la noche; es haber conversado tanto con él en el transcurso de todos los días que la conciencia de él está siempre presente; es llevar un diálogo interior con alguien invisible pero reconocible; es el giro sin pensar del corazón hacia alguien con quien uno comparte una trayectoria incontable de experiencias mutuas; es descansar en la comprensión completa de alguien que nos entiende cuando los intentos de expresarnos con otros han fallado; es ser conocido hasta el fondo de mi ser por alguien que no temo, alguien que puedo recibir en los lugares mas íntimos de mi persona; es estar en relación con alguien que conozco, pero que es impredecible, inmanejable, siempre con alturas que escalar, con misterios que descifrar, con grandes pensamientos que descubrir; es deberle todo a alguien, y sentir paz de que sea así. La experiencia relacional con Dioses, como en el caso de Juan, haber nacido para amar a Dios. ap
Nota: Las ideas fundamentales de este artículo se basan en las enseñanzas del Dr. Dallas Willard, en especial en su libro The Divine Conspiracy.
Sara Wittig es misionera en América Latina desde 1973. En los últimos años se ha dedicado a profundizar en el tema de la transformación espiritual del cristiano.

No hay comentarios: